El perro, el animal conocido como el mejor amigo del hombre, apreciado desde la época precolombina por su gran valía como acompañante, alimento y apoyo emocional por nuestros antepasados, ese que hoy en día consideramos parte de nuestras familias, también requiere de distracciones campestres y una colina verde. Una escarpada es ideal para ello, son Los baños de Nezahualcóyotl, donde les exige físicamente y les permite gastar las energías acumuladas durante la semana casera, a nuestros animalitos cuadrúpedos.
Tan importantes han sido los perros en la historia de nuestro pueblo, que incluso aparecen en su cosmogonía. Los antiguos mexicanos creían que para llegar al Mictlán (la última morada de los muertos) era necesario cruzar un río llamado Chiconahuapan y en ese viaje las almas contaban con la ayuda de un perro, sin él era imposible atravesar.
Nuestras compañeritas perrunas, Pelos, Chiquis y Bombón, aprecian mucho el ascenso a un cerro hermoso al que acostumbramos llevarlas a caminar, que en temporada de lluvias o posterior es todo un espectáculo de verdor y trinos multitudinarios, así como aromas del campo, que despiertan sus sentidos de manera sorprendente y también los nuestros.
En la cima, se encuentran justamente Los baños de Nezahualcóyotl, un espacio con una gran carga simbólica por su representación histórica y muy frecuentados por los senderistas, algunos de ellos con sus propios canes, otros que van solo a contemplar la tranquilidad del lugar y apreciar las estructuras prehispánicas, que coronan la cúspide de la loma.
Ubicados en lo más alto de Tezcutzingo, una comunidad del municipio de Texcoco que está a un par de kilómetro de la exhacienda Molino de Flores, son una obra arquitectónica de origen precolombino, edificada a petición y supervisión del propio Nezahualcóyotl, quien fuera militar, poeta y monarca de Texcoco en la época anterior a la llegada de los españoles.
La carretera para llegar está en condiciones aceptables y el trayecto de 40 kilómetros desde el centro de la Ciudad de México es de una hora, poco más o menos, dependiendo de las condiciones del tráfico vehicular, el cual ha sido benévolo con nosotros y nos ha evitado el nerviosismo de Chiquis, quien acostumbra llorar una buena parte del camino cuando sube al auto.
Nos estacionamos y explota la desesperación perruna por querer salir a caminar. De inicio es desesperante, pero con el gasto energético de su primera caminata se relajan y empezamos el verdadero ascenso a pie, con miras a la cima.
El camino está lleno de piedras aunque el sendero se encuentra perfectamente marcado y nos permite avanzar, hasta que una ligera ráfaga de viento trae consigo el aroma a leña de una cocina cercana, mezclado con el nixtamal de la tortilla cocinándose en el comal, es verdaderamente agradable para toda la manada que lideramos. Trae recuerdos viejos pero entrañables de la infancia, aunque despertamos del letargo porque hay que seguir y apenas hemos ascendido unos cuantos metros.
Chiquis, Pelos y Bombón continúan caminando delante de nosotros, subiendo aceleradas, olfatean todo cuanto encuentran en su paso y aun así nos llevan a su ritmo, salvo en breves instantes cuando tenemos que cargar a Chiquis, por su padecimiento de la vista. Llegamos así a una pequeña cueva. Es complicado entrar con la manada, así que solo tomamos foto y seguimos.
Encontramos los primeros escalones de piedra, señal inequívoca de que estamos a unos metros de llegar a la zona arqueológica que marca nuestro destino. A lo lejos, vemos un grupo de personas con un recipiente de donde sale humo. Se trata de uno de los varios chamanes que se pueden encontrar en fin de semana y que aplican limpias a los visitantes, a cambio de unos pesos. La situación parece extraña para mis canes, quienes solo se detienen un par de segundos ante las caricias que reciben de otros senderistas y siguen caminando.
Por fin llegamos al primer nivel de las edificaciones. La piedra característica de las zonas arqueológicas y la gente tomando fotos, lo evidencian. Hacemos una primera escala para hidratarnos e hidratarlas, aunque no se muestran muy interesadas en beber agua, más bien quieren seguir caminando. Ya vieron pasar de regreso a otra manada muy contenta.
En las alturas, las correas son indispensables para evitar algún accidente de nuestros canes y poderlas guiar de manera adecuada, pues hay poco espacio en los andadores que nos llevan de un baño a otro. La edificación mayor, la que está en las alturas, solo la contemplamos a la distancia, pues ahora sí la manada se ha cansado y aún debemos volver.
En la cima, el viento es delicado y ayuda mucho a refrescar a los senderistas, quienes llegan sudando y acalorados por la caminata y el esfuerzo que conlleva el ascenso de tan escarpada cumbre. Aunque otros llegan en plan familiar y se comen un sándwich y su refresco para recuperar energías.
Las perspectivas son fastuosas, estamos muy cerca del cielo y la paz inunda a cualquiera. Nos recostamos un poco en el pasto y nuestras compañeritas perrunas también. La armonía nos ha contagiado a todos. Nos levantamos para tomar algunas fotografías y decidimos volver, cansados, relajados y satisfechos.
Viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com