San Juan de los Lagos, Jalisco: El destino final

San Juan de los Lagos, Jalisco: El destino final

Foto: Héctor Trejo S.

Antaño, el viaje comenzaba de al filo de las 23:00 o 24:00 horas, con la familia completa, partía el bus con los primos, todos dispersos en el camión y preparados con golosinas para un largo recorrido que seguramente duraría la noche entera. Dos destinos eran obligados, como paradas de descanso y oración, aunque de pequeños, lo tomábamos como dos espacios dignos de explorar.

 

Primero llegábamos al famoso Cerro de Cubilete, en Silao, Guanajuato, y subíamos hasta la cima –claro, en el camión-, donde encontrábamos el Cristo de la Montaña, un colosal monumento construido en los años cuarenta, precedido por una edificación de los años 20 que fue dinamitada por instrucciones de Plutarco Elías Calles.

 

Llegábamos con la modorra a flor de piel, consecuencia clásica de un viaje incómodo, en el que solo podíamos dormir por lapsos muy breves. Pisábamos la famosa montaña y sentíamos el rigor del clima gélido que no contrastaba mucho con el interior del autobús sin la bendita calefacción, pero con la única diferencia de que a la intemperie y a 2 mil 579 metros sobre el nivel del mar, el viento pegaba cual pequeñas agujas en nuestra piel. Con el paso del tiempo, entendí que el frío era parte importante del encanto de salir a carretera de noche y decidí salir bien abrigado.

 

A un lado del monumental Cristo de brazos abiertos –y conste que no es el del Corcovado de Río de Janeiro-, encontrábamos una iglesia de corte muy peculiar, donde cada que íbamos, veíamos a gente orando y cantando alabanzas, que por cierto, no eran de nuestro agrado y caminábamos en sentido contrario, es más andábamos por todos lados tratando de reconocer el lugar y alejarnos de la ceremoniosa oración. De pequeños no nos atraían los detalles decorativos de la construcción del lugar, sin embargo, de adultos, fue muy interesante ver una corona de espinas esculpida en metal, que rodeaba la iglesia que visitábamos.

 

El segundo punto de visita y descanso, pero que también servía para recargar energías, era la ciudad de León, Guanajuato, muy cerca del Cerro, a 43 kilómetros o poco más de 1 hora de camino. Ese lugar era mi favorito, porque siempre, sin excepción, mi padre me decía, “ve qué zapatos te gustan para que preguntemos precio y ver si hay de tu número” e indistintamente, los que elegía, me compraban.

 

La comida era otro de los placeres que me atraía de León y que hoy en día, me sigue invitando a realizar esa visita. Por donde anduviéramos, podíamos ver las famosas Guacamayas, que no son otra cosa que una torta de chicharrón –corteza de cerdo-, acompañada por un pico de gallo fresco –cebolla, tomate rojo y chiles verdes- que le daba un color espectacular. Esta ocasión, comí una, solamente para conmemorar el recuerdo de aquellos años de la infancia, claro, después comí otra para no quedarme con las ganas. El sonido de unas partes del chicharrón, tronando en la boca del consumidor, es inigualable, aunque por el pico de gallo, se remoja un poco y no todo es crujiente.

 

Luego de dos horas de estancia en León, había que seguir el recorrido planteado, para llegar a la hermosa ciudad de San Juan de los Lagos, Jalisco, a enfrentarnos a una turba de vendedores de todo tipo de chucherías desde gorras deportivas de equipos que ni conocíamos hasta relojes desechables, pero cuyos colores llaman la atención. El trayecto era relativamente corto, en menos de una hora y media, recorríamos los 88 kilómetros restantes para nuestro destino.

 

Luego de instalarnos en un hotel, casi siempre el mismo, que por cierto, nunca me gustó ni un poco, por sus lúgubres escaleras y la grandísima distancia que había que recorrer hasta la plaza principal, donde está la Catedral de San Juan de los Lagos, íbamos a escuchar misa, al menos el rato que pudiéramos alcanzar y luego ya éramos libres para jugar en la plaza. Eso era antes, hoy pedimos unas canciones a los grupos de música norteña que se pasean en la plaza y nos comemos una nievecita de coco, mientras disfrutamos del clima fresco de la tarde, viendo cómo se va ocultando el sol y disfrutando de nuestras ropas abrigadoras.

 

La temperatura desciende y el clima orilla a conseguir un vaporoso y aromático cafecito, para seguir contemplando el flujo, cada vez menor de gente, que sale de la iglesia y otros tantos que levantan su vendimia en las calles aledañas al santuario religioso. “Puros güeros”, dice un paisano, que seguramente va también de la Ciudad de México a dar gracias por algún favor a la Virgen de San Juan de los Lagos.

 

Un día ajetreado y una noche de viaje en que casi no pudimos conciliar el sueño, así que es hora de ir a descansar y recuperar energías para el día siguiente. Será domingo y tendremos la posibilidad de hurgar entre los productos que ofertan en la plaza matutina de San Juan de los Lagos y más tarde en el pueblo del Mezquitic, a 5 kilómetros de nuestra sede.

 

La mañana fresca nos invita a ponernos de pie y pasar por un café, aunque sea de máquina, para despertar. Hay que caminar hasta la plaza, pasar a la iglesia, disfrutar de su impresionante color rosado por fuera, que se intensifica con los primeros rayos que el güero decide regalarnos. La catedral está dedicada a Nuestra Señora de San Juan de los Lagos, que por cierto, muchos testifican sus alcances milagrosos. Al interior, se puede ver un altar principal coronando a la patrona de la región dos ángeles, cuyo fondo iluminado, da la impresión de que se encuentran flotando sobre un muro de oro.

 

Luego de santiguarnos, salimos a buscar unas deliciosas carnitas (de cerdo) muy cerca del mercado y unos bolillos recién hechos, esos que aún están calientitos y vaporizantes. Caminar al mercado es exponerse a los antojos culinarios y al consumismo falluquero, pues en el trayecto se encuentran, moños para decorar el cabello, botas vaqueras, sombreros, telas decorativas, cobijas, playeras, pero también tamales de todos tipos, consomés de diferentes carnes, jugos de frutas, tortillas hechas en comal, etcétera. Un sinfín de productos dignos de un paladar exigente.

 

Luego de un desayuno alto en grasa, pero con un contenido importante de sabor y pasión –porque muchos expertos dicen que eso es la comida, pasión y amor-, partimos junto con toda la familia a un poblado muy cercano llamado Mezquitíc, donde se encuentra el santuario –sí, otro templo- del Santo Niño en Mezquitíc de la Magdalena, mejor conocido como el Niño del Cacahuatito.

 

La población es muy pequeña, de apenas 4 mil habitantes, pero donde se puede paladear una delicia gastronómica de aquella zona, las famosas gorditas rellenas, que no es otra cosa que una mezcla de masa de diferentes tipos de maíz, cocida en el comal y abierta por la mitad, rellena de guisados. Mi estómago solo pudo comer un par, una de carnes con nopales en salsa guajillo y otra de chicharrón en salsa verde con papas. Una verdadera delicia que me recuerda mucho a mi difunto padre invitándonos otra y otra hasta que ya no pudiéramos comer más.

 

Antes de partir y, evocando al recuerdo de viajes anteriores, no podía dejar pasar una bebida muy sabrosa, que preparan en la tienda más grande del pueblo. Se trata de una cerveza preparada, a la que solo le agregan un poco de jugo de tomate, limón y espolvorean un poco de sal. Un brebaje mágico para el corazón y la resaca.

 

Recuerde que viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com

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