Entre la justicia y el miedo: el alto costo del activismo en México

Entre la justicia y el miedo: el alto costo del activismo en México

Foto: Freepik

La reciente detención y posterior liberación del activista poblano Renato Romero, señalado por las autoridades locales en medio de una manifestación de haber cometido los delitos de despojo y daño en propiedad ajena agravado, ha vuelto a poner en el centro del debate una pregunta incómoda pero urgente: ¿cuál es el verdadero riesgo de ser activista en México? 

 

Aunque la labor de quienes defienden derechos y visibilizan injusticias es fundamental para la salud democrática de un país, la realidad es que, en muchas ocasiones, y más allá de las fronteras poblanas, su compromiso se paga con el miedo, la criminalización e incluso la vida.

 

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El caso de Romero, que generó una ola de indignación y solidaridad en redes sociales y entre organizaciones de derechos humanos, subraya la vulnerabilidad a la que se enfrentan quienes, como él, deciden levantar la voz. 

 

No es un incidente aislado; es un reflejo de un patrón de acoso y represión que ha marcado el activismo en diversas regiones del país, incluyendo Puebla.

 

El activismo es, por definición, una fuerza transformadora. Desde la defensa del medioambiente, la lucha por los derechos de la mujer, la búsqueda de justicia para los desaparecidos, hasta la protección de comunidades indígenas, los activistas son los ojos críticos que denuncian lo que muchos prefieren ignorar. 

 

Su trabajo es clave para que los gobiernos rindan cuentas y para que la sociedad tome conciencia de las realidades más crudas.

 

Sin embargo, esta capacidad de visibilización los convierte, paradójicamente, en blancos potenciales. ¿Por qué es peligroso ser activista en México? Las razones son múltiples y complejas.

 

Por un lado, se tiene la criminalización y estigmatización. Es quizá el riesgo más insidioso. Frecuentemente, las autoridades, y en ocasiones incluso sectores de la sociedad, intentan deslegitimar la labor de los activistas tildándolos de "revoltosos", "agitadores" o, en casos extremos, asociándolos con actividades ilícitas. 

 

Esto facilita su detención arbitraria, la fabricación de cargos o la justificación de la fuerza desmedida durante las protestas. El caso de Renato Romero es un ejemplo palpable de cómo la narrativa oficial puede intentar desvirtuar la protesta pacífica.

 

La violencia física y amenazas. México es uno de los países más peligrosos para defensores de derechos humanos y periodistas, con un alto número de asesinatos y agresiones. Los activistas ambientales, por ejemplo, suelen enfrentar amenazas de grupos con intereses económicos poderosos (minería, tala ilegal, megaproyectos). 

 

La violencia puede provenir de actores estatales (fuerzas de seguridad que exceden sus facultades) o no estatales (grupos criminales, empresas, caciques locales).

 

En la era digital, el acoso no se limita al espacio físico. Activistas son blanco de campañas de desprestigio en redes sociales, monitoreo de sus comunicaciones, e incluso ataques cibernéticos que buscan silenciar sus plataformas o exponer su información personal.

 

A pesar de la existencia de mecanismos de protección para defensores de derechos humanos, su efectividad es a menudo cuestionada. La burocracia, la falta de recursos y, en ocasiones, la colusión de autoridades con los agresores, dejan a los activistas en una situación de vulnerabilidad extrema. La impunidad en los casos de agresiones contra activistas es alarmantemente alta.

 

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El constante estado de alerta, la exposición a situaciones de injusticia y violencia, y la presión de llevar la voz de comunidades enteras, cobran un alto precio en la salud mental y emocional de los activistas y sus familias.

 

La deuda pendiente del Estado y la sociedad

 

La valentía de personas como Renato Romero, y tantos otros que dedican su vida a la defensa de causas justas, debería ser motivo de orgullo y apoyo social, no de persecución. La protección de los activistas es una responsabilidad ineludible del Estado, que debe garantizar no solo su seguridad física, sino también un entorno libre de estigmatización y criminalización.

 

Es necesario que las autoridades, a todos los niveles de gobierno, reconozcan el papel vital del activismo como pilar de la democracia. El respeto a la protesta social, la investigación pronta y efectiva de las agresiones contra defensores, y la desarticulación de narrativas que buscan deslegitimar su labor, son pasos urgentes.

 

Mientras tanto, en un país donde levantar la voz puede significar poner en riesgo la propia vida, los activistas continúan con su incansable labor, esperando que el riesgo inherente a su vocación no les cueste su libertad o, peor aún, su existencia.

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