La reciente polémica en torno al caso de Fátima Bosch en el concurso de Miss Universo —un certamen que, aunque glamuroso, a menudo es opacado por señalamientos de influencias y favoritismos— sirve como un incómodo recordatorio de cómo la corrupción penetra y distorsiona diversos ámbitos de la vida pública y privada en México.
Sin embargo, más allá de los reflectores de la farándula, las cifras oficiales pintan un panorama desolador en el sector público.
De acuerdo con el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2024 de Transparencia Internacional y Transparencia Mexicana, el país se ubica en la posición 140 de 180 evaluados, obteniendo una calificación de apenas 26 puntos sobre 100 posibles.
Esta puntuación representa un retroceso preocupante y una de las peores evaluaciones en la historia reciente de México en este indicador.
La caída al lugar 140 de 180 países sitúa a México en un nivel de alta corrupción percibida, lejos de sus pares regionales mejor evaluados como Uruguay (76 puntos) y Chile (63 puntos).
A nivel de la OCDE, México sigue siendo consistentemente el país peor evaluado, lo que subraya un problema estructural que impacta directamente en la capacidad de atraer inversión y asegurar un desarrollo equitativo.
El IPC mide la percepción de la corrupción en el sector público por parte de expertos, analistas y empresarios, y el resultado de 2024 confirma que la promesa de erradicar este flagelo está lejos de cumplirse, a pesar de los supuestos esfuerzos gubernamentales.
La corrupción no sólo se manifiesta en grandes escándalos mediáticos como el caso Odebrecht o la Estafa Maestra, sino que se ha institucionalizado en la vida cotidiana de los ciudadanos.
Los actos de corrupción más frecuentes se dividen en dos esferas principales: la gran corrupción (a nivel gubernamental/empresarial) y la pequeña corrupción (en la interacción diaria con servidores públicos).
Según datos del INEGI, en 2023, 6 de cada 10 mexicanos fueron víctimas de corrupción o extorsión policial. La “mordida” o soborno sigue siendo el acto más prevalente, utilizado para acelerar trámites o evitar requisitos, y evitar multas o sanciones de tránsito.
En el ámbito de la gestión pública, los actos de mayor impacto económico y social incluyen la contratación a empresas “fantasma” o “factureras” para el desvío de recursos; malversación de fondos públicos y enriquecimiento ilícito; tráfico de influencias y favoritismo en la asignación de contratos y puestos, y el soborno y cohecho a servidores públicos (activo y pasivo).
Pero ¿cuáles son las causas profundas?
El problema de la corrupción en México es multifactorial y sistémico, arraigado en debilidades institucionales y prácticas culturales que favorecen la impunidad.
La impunidad crónica es el factor agravante por excelencia. Si los actos de corrupción no son sancionados de manera efectiva, no hay un costo real por cometerlos, perpetuando un ciclo vicioso. La debilidad y opacidad del Poder Judicial limitan la aplicación efectiva de la ley.
La falta de transparencia en la administración de recursos y las amplias facultades de decisión sin rendición de cuentas (discrecionalidad) crean el terreno fértil para el desvío de fondos.
El incumplimiento de la ley o la existencia de un marco normativo que permite interpretaciones ambiguas, facilita las prácticas corruptas.
Las redes verticales que utilizan estrategias (legales y no legales) para alcanzar y mantener el poder, financiando campañas o protegiendo intereses a cambio de favores.
La corrupción no es un problema cultural genético, sino una conducta aprendida y reforzada por la impunidad, que socava varios aspectos como el desarrollo sostenible, la estabilidad democrática y la confianza pública.